lunes, 28 de marzo de 2011

¡Adoración!

La experiencia

Adorar es entregar a Dios nuestra propia inteligencia, que se rinde ante Él, y todo nuestro amor, que siente que arde en Él.
Es un acto que nos desprende de la cadena más profunda que nos ata: nuestro propio "yo". Por eso, adoración significa liberación.


¿La adoración es sólo para los buenos?

La adoración es el acto propio del cielo, y por lo tanto es lo propio de los buenos, como leemos en el libro de los Salmos: «¡Alegraos en Yahveh, oh justos, exultad, gritad de gozo, todos los de recto corazón!» (Salmo 32,11).
Ahora bien, esta adoración celestial es perfecta, continua e irreversible. Por contraste, las experiencias de adoración que tenemos en la tierra son imperfectas, temporales y no definitivas.
Esto quiere decir que las experiencias, más o menos intensas, de adoración que Dios nos regala en esta vida mortal no son todavía el "premio", sino una manera de invitarnos a crecer en fervor, obediencia y confianza hacia Él, que es la fuente de todo bien. Esta invitación Dios la concede no sólo a los que ya son "buenos", sino muchas veces también a los "malos", precisamente para atraerlos hacia su dulzura.
Un ejemplo ilustrativo es lo que le sucedió a Isaías, que, según él mismo nos cuenta, tuvo una intensa experiencia de la majestad divina. Y exclamó: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey Yahveh Sebaot han visto mis ojos!» (Isaías 6,5).
Esto significa que no debemos esperar cosas maravillosas por nuestros méritos sino por la generosidad inagotable de nuestro Dios, que de mil modos quiere atraernos hacia su amor.

¿Cómo entrar en adoración?

Propiamente la adoración es una gracia, un regalo del que nosotros no podemos adueñarnos ni podemos planificar completamente.
Pero sí hay mucho que podemos hacer.


Actitud fundamental

Lo más importante es el deseo de amar a Dios por ser quien es, porque es bueno y porque todas sus obras, incluso las que no entendemos o no nos gustan, están selladas por su sabiduría y su compasión. Si este deseo está en nosotros, y lo acrecentamos tanto como podemos, ¡ya hay una buena base para la adoración!


Actos de adoración

El deseo crece si nuestra atención se concentra en las bondades de Dios, en los bienes que nos ha dado y los males de los que nos ha librado. En este punto nos ayudan extraordinariamente muchos salmos y también los buenos libros de devoción.
Incluso frases sencillas pueden hacernos mucho bien: «Dios mío, te amo»; «Señor, te adoro con todo mi corazón»; «Que todos te conozcan y todos te amen, Señor»; y muchas más.


Ser iglesia

Uno de los peligros de la adoración, mal entendida, es convertirla en un acto individualista que nos aisla de la comunidad de creyentes.
La realidad es otra: adorar es un acto esencialmente comunitario, como lo describe portentosamente el libro del Apocalipsis:
Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Apocalipsis 7,9-10).
Hay que tener prudencia, sin embargo, porque ser "multitud" no significa ser "masa". Algunos eventos de adoración caen en ese peligro, llegando a convertirse en una especie de "escape" semejante a la histeria de los conciertos de rock.
El espíritu de adoración, al contrario, es ordenado, emotivo pero sosegado, con una intensa dimensión sacramental y de unión con nuestros legítimos pastores.


Uso de la música

No hay duda del papel positivo que la música puede cumplir en la unificación de nuestro ánimo y de nuestros afectos, y en la experiencia de la armonía que Dios viene a crear en el alma.
Ya se trate del canto gregoriano, de las sencillas melodías carismáticas o de algunos devotos cantos populares, la música es un instrumento que no debe ser despreciado.
Sin embargo, no hay que sobrevalorar lo musical, ni convertirlo en un requisito para tener una buena experiencia religiosa. Y sobre todo hay que cuidarse de idolatrar a quienes tienen dones especiales para este ministerio.


Adoración eucarística

Un espacio aparte merece la adoración eucarística, porque en la Santísima Eucaristía tenemos la presencia más perfecta de Cristo en esta tierra.
Además, el silencio, el recogimiento y la postura corporal que solemos encontrar en las capillas donde está el sagrario son una verdadera invitación a dejarnos llevar por el amor y entregar todo nuestro ser en adoración a Dios.
La piedad eucarística, sin embargo, no debe desligarse del resto de la vida cristiana. Es muy doloroso descubrir la insensibilidad que muchos de los piadosos tienen cuando se trata de temas sociales, políticos, culturales o teológicos. A veces parece que no les interesara sino su perfección "espiritual" y mantener una "paz" que en el fondo es aislamiento de los dolores y dramas que otros padecen.
Esta insensibilidad hace que quienes arden de celo por la justicia, o que se apasionan por la naturaleza, la historia o la cultura, miren con desconfianza este espiritualismo que se les antoja caprichoso y egoísta.
Por el contario, la verdadera devoción eucarística tiene en cuenta el repoche de Pablo:
Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. (1 Corintios 11,20-21)
Nada puede y debe hacernos más sensibles al dolor del hermano que aquel Cuerpo Santísimo en el que todos somos uno.
En realidad, vivir la adoración eucarística es comulgar con el Corazón de Cristo. Es participar de los torrentes de misericordia que Dios destina al mundo y participar de la caridad infinita del Señor, que dijo: «Siento compasión de la gente...» (Mateo 15,32).

Fuente: Fr. Nelson Medina, O.P.

sábado, 26 de marzo de 2011

La Oración en grupo

¿De qué se trata?

"Gran mal es un alma sola". La fe no se puede vivir a solas, ni tampoco la oración. El grupo ofrece la cercanía y el apoyo de los demás para descubrir la dimensión comunitaria de la vida cristiana, donde cada hermano y hermana es un don. Es lo que Santa Teresa llama: "hacernos espaldas".

* Un signo de los tiempos. La oración en grupo es una gozosa realidad en nuestros días. Es posible orar así.

Abundan los grupos comprometidos, con buena representación de laicos. Es un regalo del Espíritu a la Iglesia. "Los grupos de oración son hoy uno de los signos y uno de los acicates de la renovación en la Iglesia, a condición de beber en las auténticas fuentes de la oración cristiana" (CEC 2689; NMI 33).

* El espejo de la Iglesia primitiva. El retrato de las primeras comunidades cristianas permanece siempre como referencia para todo grupo de oración. Presenta a los primeros cristianos como una comunidad que ora (Hch 2,42). Se reúnen en un lugar, y el Espíritu les une el alma. Juntos escuchan la Palabra de Dios. Dejan que la vida de Dios pase de unos a otros en un clima de alegría. Comparten los dones, a lo de cada uno lo llaman "nuestro". Perseveran en estos encuentros y el Señor los bendice.

¿Qué es un grupo de oración?

* Un grupo de personas:

- Donde se reconoce el rostro de los que están al lado.
- Cada uno es un don para el otro.
- Todos tienen espacio, palabra, tarea.

* Que se reúnen para hacer un camino de encuentro con Dios.

- Llamados por el Espíritu
- En el nombre de Jesús, que garantiza su presencia en medio de ellos (Mt 18,19-10).
- Aprenden a decir: Padre nuestro.
- En comunión con la Iglesia (CEC 2689).

* Y que sienten la necesidad de dar gratis lo que gratuitamente han recibido. El don se convierte en tarea eclesial."Nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas escuelas de oración" (NMI 33.34).

Características

* El "nosotros" orante. El orante no puede renunciar al encuentro en soledad con Dios, pero su vida participa de la vida de los otros. El grupo se coloca en el plano de la gracia y se sabe habitado por el misterio de Dios. El Espíritu realiza la unidad en el encuentro. Desaparecen los protagonismos personales. Preside el grupo Jesús.

* Trato de amistad. Los componentes del grupo se hacen compañeros, solidarios de los otros. Se abren de forma libre, en un gesto de transparencia. Todos se sienten hermanos. Al amarse están amando a Dios. La oración de grupo es un ejercicio de amistad. Conforme a las palabras de Jesús: "Ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15-16).

* Compartir. El grupo entabla un diálogo de creyentes, la vida pasa de unos a otros en plano de confianza y apertura. Dios mismo habla por la voz de los demás. Cada orante, con gran respeto, pero sin miedo, expresa en la plegaria su palabra, ofrece a los demás su voz hecha canto, su experiencia de fe. "Al darnos nos vamos creando".

* Compromiso. La respuesta a tanto don es una vida que se entrega. La oración de grupo hace posible que surjan estructuras de comunión, donde se cultive la gratuidad. La oración abre un espacio de gracia en nuestra tierra. Puestos ante Dios y ante los demás, vamos poniendo lo mejor de nosotros para construir un mundo nuevo. "Siempre han sido los hombres y mujeres de oración quienes, como auténticos intérpretes y ejecutores de la voluntad de Dios, han realizado grandes obras" (VC 94).

A tener en cuenta

* Importancia del animador. Todo grupo necesita un animador que acompañe, aliente, recree su trayectoria. "El Espíritu Santo da a ciertos fieles dones de sabiduría y discernimiento dirigidos a este bien común que es la oración" (CEC 2690). Es muy importante que tenga experiencia. "Nuestro mundo hace más caso a los testigos que a los maestros" (Pablo VI). Señalará los momentos, moderará la oración, pero no dominará la plegaria.

* Discernimiento. Los criterios de discernimiento se toman de las características del grupo. Así, no gozará de muy buena salud el grupo de oración que no crezca en una relación de confianza y amistad entre sus miembros. No será grupo de oración si se reduce a un grupo de amigos, olvidando el fin para el que han sido convocados, que no es otro que la relación amistosa con Dios. No habrá oración auténticamente cristiana sin empalme directo con la vida cotidiana y con la vida de los otros.

* Crecimiento. El grupo está siempre en movimiento necesita crecer, desarrollarse. No se trata de que el grupo haga oración, sino que la oración haga grupo, haga comunidad.

* Modelos. "Las diversas espiritualidades cristianas participan en la tradición viva de la oración y son guías indispensables para los fieles. En su rica diversidad reflejan la pura y única luz del Espíritu Santo"

(CEC 2683). "Reunidos en común, haya una sola oración, una sola esperanza en la caridad, en la alegría sin tacha, ya que no existe nada mejor que El. Corred todos a una, como a un solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo que procede de un solo Padre" (San Ignacio de Antioquía).

Fuente: Piera Ferrari.

sábado, 19 de marzo de 2011

¡Toquen la trompeta! ¡Congreguen al pueblo!

Las Bendiciones del ayuno

Cada año, en Cuaresma, cuando la Iglesia nos invita a acercarnos al Señor, nos llama a adoptar la antigua práctica del ayuno.

En cada Miércoles de Ceniza se nos insta a volver al Señor “con ayuno, llanto y lamento”, a dejar atrás el pecado y buscar la misericordia de Dios, y cada año se nos invita a “tocar la trompeta en el monte Sión” y “proclamar ayuno” (Joel 2,12.15).

El pueblo de Dios ha venido ayunando por miles de años, pero en las décadas recientes son menos las personas que adoptan esta práctica que ha sido honrada por mucho tiempo. Parte del problema es que vivimos en una cultura que se ha acostumbrado a buscar la satisfacción instantánea y, además, que la sociedad no percibe el valor que tienen la disciplina y la negación propias, y por eso, no siempre se le atribuye valor al ayuno.

¿Qué significa ayunar? Significa abstenerse de tomar alimento o bebida por un tiempo, a fin de dar atención a la vida espiritual. Cuando nos privamos de los alimentos o bebidas —satisfacciones físicas que no son malas en sí mismas— podemos recibir mejor las bendiciones espirituales que el Señor quiere darnos. Asimismo, si buscamos más al Señor cuando ayunamos, podemos percibir su voz o su inspiración con mayor claridad a la hora de tomar decisiones importantes. Incluso podemos descubrir que el ayuno nos ayuda a ser más audaces cuando tenemos que pedirle al Señor algo muy difícil, o sea, prácticamente un milagro. Ahora, al comenzar esta santa temporada de Cuaresma, daremos una mirada a las bendiciones que trae el ayuno: bendiciones para nuestra propia vida, para la familia y para la iglesia.

La idea central del ayuno. La Escritura nos invita a ayunar y, en varias ocasiones, plantea claramente el enorme valor de esta práctica. Personajes bíblicos de gran importancia, como Moisés, Elías, Juan el Bautista y San Pablo, practicaban el ayuno. El propio Jesús ayunó durante 40 días antes de iniciar su ministerio público. Por eso, la Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Señor y otros héroes bíblicos, ha incorporado el ayuno en su propia vida. Junto con otros preceptos, como los de asistir a Misa cada semana y en días de obligación y confesar nuestros pecados antes de recibir la Sagrada Eucaristía, la Iglesia ha declarado que hay días y épocas en los que debemos abstenernos de ciertos alimentos o ayunar del todo (Catecismo de la Iglesia Católica,2043).

Precisamente por el hecho de mencionar el ayuno junto a otros preceptos tan importantes, la Iglesia nos señala lo valiosa que puede ser esa disciplina. Naturalmente, hay que poner énfasis en la palabra “puede”. En efecto, el ayuno implica mucho más que simplemente dejar de comer durante un tiempo. Es una hermosa combinación de lo espiritual con lo físico; pero no se trata solamente de sentirse con hambre, sino de dejar que esa hambre física nos permita descubrir el hambre espiritual que todos tenemos. Se trata de librarnos del apego a lo físico para volvernos al Señor y pedirle su alimento espiritual; es decir, vaciarnos de nosotros mismos, para que el Señor nos llene de su gracia.

En la parábola del fariseo y el cobrador de impuestos, Jesús dejó en claro que ayunar, incluso dos veces a la semana, no tiene mucho valor si se hace con una actitud de autosuficiencia (Lucas 18,12). También nos aconsejó no llamar la atención aparentando debilidad y tristeza: “Tú, cuando ayunes, lávate la cara y arréglate bien, para que la gente no note que estás ayunando. Solamente lo notará tu Padre, que está a solas contigo, y Él te dará tu premio” (Mateo 6,17-18). Queda claro, pues, que el hecho de ayunar con una actitud incorrecta no nos acerca a Dios ni nos mueve a amar al prójimo de un modo más auténtico.

Entonces, ¿cuál es el ayuno correcto? Es privarse de lo que más nos gusta, diciéndole al Señor que no queremos fijarnos en nosotros mismos, sino en Él. Es como decir: “Quiero hacer algo extraordinario que me ayude a centrar la atención en el Señor”; es decirle a Dios que no queremos dejarnos dominar por el apetito ni las inclinaciones del cuerpo, sino someternos a nuestro Salvador.

Un ayuno “del mundo”. Aun cuando no lo llamemos de esta manera, es probable que muchos de nosotros ayunemos, pero que lo hagamos de un modo “mundano”. Por ejemplo, pensemos en aquellos que se dedican tanto a su ocupación que a veces se pasan por alto la hora de comer y se quedan trabajando hasta altas horas de la noche, tal vez porque algún proyecto súbitamente se ha hecho urgente y ellos responden dedicándose del todo a esa labor, sin importarles nada más. Es como si el profeta Joel hubiera dicho: “¡Toquen la trompeta! ¡Congreguen a todos! ¡Prepárense porque tienen que seguir trabajando!”

Este sencillo ejemplo nos muestra que a veces todos estamos dispuestos a “ayunar” de alimento, sueño y hasta de tiempo familiar, para dar atención a algún asunto muy importante del trabajo. Bien, entonces, la pregunta que a todos nos toca responder en esta Cuaresma es la siguiente: “¿Considero que Dios es tan importante como para dedicarle toda mi atención haciendo ayuno? ¿Es el Señor, que nos ha salvado, digno de que hagamos un sacrificio como éste para conocerle mejor?” Es obvio que hay otras exigencias, como las del trabajo o de los hijos, especialmente cuando son pequeños, que nos imponen ciertos sacrificios y privaciones y los hacemos como obligaciones naturales que debemos cumplir. ¿No hay entonces alguna ocasión en que la vida espiritual nos pide también hacer algún sacrificio similar?

Las bendiciones del ayuno. En la Sagrada Escritura leemos que, cuando se produjo el diluvio que duró 40 días y 40 noches, Noé y su familia se salvaron en el arca. Cuando las aguas retrocedieron y Noé encontró tierra seca, Dios hizo un pacto con él y su familia. De modo similar, cuando Moisés llevó a los israelitas al desierto, el Señor lo guió al Monte Sinaí, a cuyo pie acampó el pueblo. Moisés subió a la montaña y allí oró e hizo ayuno durante 40 días. Al cabo del ayuno, Dios se le apareció e hizo un pacto con él y con todo Israel. Siglos más tarde, el profeta Elías pasó 40 días en el desierto, al cabo de lo cual Dios le habló y le dio instrucciones y fortaleza para que cumpliera la obra de restauración espiritual que le encomendaba.

Desde un punto de vista humano, el desierto es un lugar de peligro: calor abrasador de día, frío de noche, alimañas mortíferas y animales salvajes, agotamiento, hambre y sed; pero desde el punto de vista de Dios, el desierto es un lugar en que el Señor prepara a su pueblo para el ayuno y la reflexión. El desierto nos ofrece una magnífica oportunidad para dominar los apetitos naturales, dejar de lado los demás afanes y distracciones, dedicarnos a escuchar la voz de Dios con mayor claridad y recibir su gracia en mayor plenitud.

Como decíamos, Jesús pasó 40 días de ayuno en el desierto justo antes de iniciar su vida pública, para dedicarse a orar y prepararse para enseñar, curar a los enfermos y, lo más importante, establecer un nuevo pacto o alianza con el pueblo de Dios mediante su muerte en la cruz.

Por eso, cuando la Iglesia nos invita a ayunar y orar en estos 40 días de Cuaresma, no deberíamos pensar que se trata sólo de una exigencia o privación más que nos impone la Iglesia, sino del comienzo de una aventura espiritual que nos llevará a una vida nueva. Cuando lo hacemos con una actitud correcta, el ayuno nos ayuda a prepararnos para hacer las obras que Dios tiene preparadas para nosotros, obras que son portadoras de sanación y restauración y que realmente edifican su reino en la tierra.

Hay también algo más que el ayuno hace para nosotros: allana el camino para recibir una mayor unción del Espíritu Santo. En efecto, el ayuno nos ayuda a disponer el espíritu para recibir un mayor entendimiento de la vida espiritual, comprender mejor la voluntad de Dios, actuar con prudencia y sabiduría en las decisiones importantes que tenemos que tomar, y entender la razón fundamental por la cual Dios decidió crearnos.

Comencemos. Así pues, al iniciar esta venturosa época de Cuaresma, empecemos dando los pasos correctos que hay que dar: confesarnos y reconciliarnos con Dios; el Señor es un Padre misericordioso que nos perdona y nunca nos reprocha.

Dediquemos un momento específico cada día para hacer oración. ¿Cómo podemos encontrarnos con el Señor si no lo buscamos? ¿Cómo vamos a cosechar algún fruto del ayuno si no dejamos que el hambre nos acerque al Señor?

Lo principal es recordar que el ayuno es una disciplina espiritual que se relaciona con la vida física cotidiana, pero si no lo combinamos con el deseo de buscar a Dios en la oración y los sacramentos, la privación tendrá poco o ningún efecto en nuestra vida espiritual.

Efectivamente, cuando hacemos ayuno queriendo buscar al Señor y glorificarlo, las cosas que suceden son maravillosas. No sólo descubrimos que recibimos respuestas inesperadas a nuestras peticiones, sino que el Señor realmente aprecia que lo estemos buscando, y vemos que bendice nuestra oración de una manera maravillosa. También descubrimos que Dios cumple en nuestra vida las promesas que pronunció por boca del profeta Joel hace tantos siglos atrás: “Ustedes comerán hasta quedar satisfechos, y alabarán al Señor su Dios… Nunca más quedará mi pueblo cubierto de vergüenza, y ustedes habrán de reconocer que yo, el Señor, estoy con ustedes, que yo soy su Dios y nadie más” (Joel 2,26.27).

Fuente: la-palabra.com

La clave es la oración

Cómo distinguir un ayuno auténtico de uno falso

En el artículo anterior (puede leerlo AQUÍ) vimos que el ayuno no se limita a la práctica de privarse de alimento o bebida, y que uno puede seguir un plan muy riguroso de negación propia y considerarlo ayuno, pero sin llegar a percibir un crecimiento en la vida espiritual.

Lo cierto es que el ayuno al que nos invita la Cuaresma tiene que estar enfocado en Dios y en su reino. En su esencia profunda, el ayuno es una forma de oración, y como todas las demás formas de oración, su propósito es dar gloria y honor a Dios y buscar su ayuda, mientras tratamos de servirlo y obedecer sus mandamientos.

Naturalmente, cada vez que nos negamos a nosotros mismos por causa del Señor —e incluso si lo único en que pensamos es el alimento del que nos privamos— Dios bendice el esfuerzo. Pero el Señor puede hacer algo muchísimo más grande y significativo cuando le ofrecemos el corazón arrepentido junto con el estómago vacío. En ninguna parte de la Escritura se ve esto con mayor claridad que en el Libro de Isaías, capítulo 58. En este pasaje, el profeta reprende a Israel por limitar sus ayunos solamente al aspecto físico, sin despojarse de las actitudes egocéntricas y pecaminosas.

Así pues, reflexionemos sobre lo que nos dice este capítulo, y pidamos que la Palabra de Dios nos ayude a percibir mejor lo que podremos experimentar y lograr cuando ayunemos y oremos en esta Cuaresma.

Una lectura rápida de Isaías 58. Lea este capítulo un par de veces. En los primeros versículos, el Señor condena los ayunos de Israel calificándolos de vacíos e hipócritas (Isaías 58,1-5). Luego, explica cómo ha de ser el ayuno auténtico (58,6-7) y finaliza presentando un cuadro de la clase de milagros a que puede dar lugar el ayuno verdadero (58,8-14). En este capítulo, el Señor nos dice que si pasamos más allá del concepto superficial y hacemos ayuno con un espíritu correcto, experimentaremos una transformación de mente y de corazón, y esa transformación se hará sentir en nuestras palabras y acciones. Veamos ahora qué es lo que nos dice el profeta.

El ayuno falso: Isaías 58,1-5. ¿Para qué ayunar, si Dios no lo ve? ¿Para qué sacrificarnos, si Él no se da cuenta? Esta exclamación llena de desánimo venía de un pueblo que al parecer había cumplido rigurosamente la obligación del ayuno, pero sin fruto alguno: “¿Dónde están las bendiciones? ¿Para qué nos molestamos si Dios no nos va a premiar?”

Y Dios les dio una respuesta clarísima: Les dijo que Él podía ver lo que había tras la máscara de piedad que ellos le presentaban, que más allá de las observancias religiosas, miraba los corazones y no le agradaba lo que veía. Ellos alegaban que ayunaban y buscaban la guía del Señor, que se presentaban ante Dios con humildad y deseo de acercarse a Él y que querían obedecer sus mandamientos, pero el Señor sabía que tales reclamos no tenían sustancia alguna.

¿Cómo podía el pueblo ayunar — les preguntaba el Señor— y seguir tratándose unos a otros con tanta injusticia y egoísmo? ¿Cómo podían ayunar y seguir despreciando las leyes que les había dado? Casi podemos escuchar la voz del profeta que trataba de estimular la conciencia del pueblo: “¿Eso es lo que ustedes llaman ‘ayuno’ y ‘día agradable al Señor’?” (Isaías 58,5).

¿Y cuáles son nuestras actitudes? Este pasaje debería movernos a analizar las razones por las cuales nosotros hacemos ayuno ahora: ¿Tengo realmente necesidad de ayunar? ¿Creo que en efecto algo bueno puede salir de la negación de mí mismo? ¿Hago ayuno en Cuaresma solamente por cumplir el precepto, o por un deseo sincero de acercarme a Dios?

El ayuno verdadero: Isaías 58, 6-7. En dos breves versículos, el profeta plantea la diferencia entre el ayuno auténtico y el falso. Se ve claramente que el tipo de ayuno que Dios quiere que haga su pueblo es el que genera un cambio, tanto interior como exterior en el mundo alrededor. Algo que Dios desea ver es que el ayuno nos ayude a identificarnos con los pobres, es decir, aquellos que pasan hambre, no voluntariamente, sino porque no tienen otra opción. El Señor quiere que el ayuno nos infunda compasión, de modo que nos sintamos movidos a romper las cadenas de la injusticia, compartir nuestros alimentos con quienes pasan hambre y acoger a los que no tienen hogar.

Ahora bien, la petición de hacernos cargo de las necesidades de los pobres tal vez no sea la única razón por la cual Dios nos pide ayunar, pero es una razón importante. El ayuno es un gran factor de igualación, ya que nos reduce a todos a una condición de hambre, necesidad y dependencia del Señor. Es algo que humilla a los ricos y los mueve a reconocer la condición de los pobres. Si descubrimos que el ayuno no nos lleva a apreciar la situación de los necesitados de una u otra manera, quiere decir que ha llegado la hora de analizar lo que tenemos en el corazón, para ver si en realidad le damos la importancia debida a la llamada del Señor.

Dios quiere proteger a todos los que son vulnerables y liberar a quienes viven bajo opresión. Esto se aplica a los pobres, naturalmente, pero también a los huérfanos, las víctimas de abuso, los no nacidos y los moribundos. El Señor quiere que todos trabajemos decididamente para poner fin a toda forma de injusticia. Sabemos que nosotros somos las manos y los pies de Cristo y también su voz en este mundo. También es preciso saber que Dios espera que sus hijos sean su luz en aquellos lugares de oscuridad en donde los poderosos abusan de los débiles y donde los ricos ignoran a los pobres. El ayuno nos ayuda a hacer realidad estos deseos de Dios.

“Entonces…”: Isaías 58,8-14. Es asombroso ver que Dios toma nuestros sencillos actos de negación propia y los cambia en poderosas bendiciones. El profeta nos dice que el ayuno verdadero es fuente de resultados maravillosos. Después de describir lo que es un ayuno verdadero, Isaías presenta una imagen del pueblo que camina con Dios y que reconstruye la tierra: Su luz brilla como el amanecer y la mano del Señor los va guiando; encuentran nueva fortaleza donde antes había debilidad, y el corazón se les llena de “delicias”, porque Dios mismo es quien los alimenta, los sana y los llena de su propia gracia y bendición.

Queridos hermanos, esta gloriosa visión no fue sólo para el antiguo Israel, es para nosotros también. Es la visión de lo que el Señor quiere que la Iglesia sea en este mundo: una fuerza de salud y restauración, una luz en la oscuridad y una señal de la presencia de Dios para todos los que lo buscan.

Cientos de años antes de que se pronunciara esta profecía, el Rey Salomón había escuchado que el Señor había hecho una promesa similar. Salomón acababa de dedicar el Templo de Yahvé en Jerusalén y cuando estaba orando percibió que Dios le decía: “Si mi pueblo, el pueblo que lleva mi nombre, se humilla, ora, me busca y deja su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré sus pecados y devolveré la prosperidad a su país” (2 Crónicas 7,14). ¿No sería fantástico que todos tuviéramos esta misma actitud? ¡Cuánta salud, restauración y esperanza se derramarían sobre nuestras naciones si todos acatáramos la llamada a hacer ayuno y oración!

No hace falta decir que Dios es infinitamente bueno y compasivo, pero sabemos perfectamente bien que también es justo y santo; y sabemos que Él quiere hacer cosas buenas para su pueblo y hacernos brillar como estrellas en el cielo (v. Filipenses 2,15). Pero no premia la injusticia ni el egoísmo. Por eso nos pide que ayunemos para que seamos libres y nos purifiquemos; nos pide que ayunemos para que brillemos con su propia luz.

Una imagen del cielo. En ciertos sentidos, los últimos versículos de Isaías 58 nos permiten vislumbrar algo de lo que será la vida cuando Jesús regrese al mundo, porque cuando llegue ese día glorioso, la tierra se llenará de su presencia esplendorosa. Cuando vuelva el Señor, los ricos y los pobres, los educados y los no educados, los fuertes y los débiles serán todos resucitados a la vida eterna. El Señor enjugará todas las lágrimas y todo lo que esté destruido será restaurado, toda injusticia será corregida y todos gozaremos de una perfecta unidad en el amor y la gracia de nuestro Dios. Pero mientras eso no suceda, el Señor nos encomienda realizar el trabajo de reparación y restauración que tanto necesita el mundo.

Lo que más desea el Señor es que todos aprendamos a evangelizar: que hablemos de Jesús con todos los que podamos y les ayudemos a entregarse al Señor. Esta misión de evangelización incluye la llamada del Génesis a “gobernar el mundo” para que la sociedad sea un lugar donde reinen el amor y la justicia. El ayuno es un componente esencial para cumplir esta noble misión.

Dios quiere que aprendamos a preferir su voluntad a la nuestra, que nos dediquemos a realizar su trabajo de justicia, paz y restauración; quiere que aprovechemos esta temporada de Cuaresma, que es tiempo de ayuno, para ayudar a propagar su plan para nosotros mismos y para nuestros semejantes. Así, pues, tratemos de dedicar estos 40 días a hacer nuestra parte, para edificar un mundo en el cual cada persona viva con dignidad y esperanza. Dediquémonos a vivir como pueblo de Dios, un pueblo que se regocija en el Señor y comparte ese gozo con todos los que quieran escuchar. Hagamos realidad aquella promesa de Dios: “Si mi pueblo, el pueblo que lleva mi nombre, se humilla, ora, me busca y deja su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré sus pecados y devolveré la prosperidad a su país.”

Fuente: la-palabra.com

viernes, 18 de marzo de 2011

Aprender a Orar - Guía Rápida

1. Comienza por saber escuchar. El Cielo emite noche y día.

2. No ores para que Dios realice tus planes, sino para que tú interpretes los planes de Dios.

3. Pero no olvides que la fuerza de tu debilidad es la oración. Cristo dijo: «Pedid y recibiréis»

4. El pedir tiene su técnica. Hazlo atento, humilde, confiado, insistente y unido a Cristo.

5. ¿No sabes qué decirle a Dios? Háblale de lo que interesa a los dos. Muchas veces. Y a solas.

6. No conviertas tu oración en un monólogo, harías a Dios autor de tus propios pensamientos.

7. Cuando ores no seas ni engreído, ni demasiado humilde. Con Dios no valen trucos. Sé cual eres.

8. ¿Y las distracciones involuntarias? Descuida. Dios, y el sol, broncean con solo ponerse delante.

9. Si alguna vez piensas que cuando hablas a Dios Él no te responde..., lee la Biblia.

10. No hables más de «ratos de oración»; ten «vida de oración».