jueves, 15 de mayo de 2014

Catequesis sobre los Dones del Espíritu Santo

EL PAPA FRANCISCO EXPLICA
LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO
EN SUS CATEQUESIS DE LOS MIÉRCOLES




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Iniciamos hoy un ciclo de catequesis sobre los dones del Espíritu Santo.
Vosotros sabéis que el Espíritu Santo constituye el alma, la savia vital de la Iglesia y de cada cristiano: es el Amor de Dios que hace de nuestro corazón su morada y entra en comunión con nosotros.
El Espíritu Santo está siempre con nosotros, siempre está en nosotros, en nuestro corazón.
El Espíritu mismo es «el don de Dios» por excelencia (cf. Jn 4, 10), es un regalo de Dios, y, a su vez, comunica diversos dones espirituales a quien lo acoge.
La Iglesia enumera siete, número que simbólicamente significa plenitud, totalidad; son los que se aprenden cuando uno se prepara al sacramento de la Confirmación y que invocamos en la antigua oración llamada «Secuencia del Espíritu Santo».
Los dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

La Sabiduría

El primer don del Espíritu Santo, según esta lista, es, por lo tanto, la sabiduría. Pero no se trata sencillamente de la sabiduría humana, que es fruto del conocimiento y de la experiencia. En la Biblia se cuenta que a Salomón, en el momento de su coronación como rey de Israel, había pedido el don de la sabiduría (cf. 1 Re 3, 9).
Y la sabiduría es precisamente esto: es la gracia de poder ver cada cosa con los ojos de Dios. Es sencillamente esto: es ver el mundo, ver las situaciones, las ocasiones, los problemas, todo, con los ojos de Dios. Esta es la sabiduría. Algunas veces vemos las cosas según nuestro gusto o según la situación de nuestro corazón, con amor o con odio, con envidia…
No, esto no es el ojo de Dios. La sabiduría es lo que obra el Espíritu Santo en nosotros a fin de que veamos todas las cosas con los ojos de Dios. Este es el don de la sabiduría.
Y obviamente esto deriva de la intimidad con Dios, de la relación íntima que nosotros tenemos con Dios, de la relación de hijos con el Padre. Y el Espíritu Santo, cuando tenemos esta relación, nos da el don de la sabiduría.
Cuando estamos en comunión con el Señor, el Espíritu Santo es como si transfigurara nuestro corazón y le hiciera percibir todo su calor y su predilección.
El Espíritu Santo, entonces, hace «sabio» al cristiano. Esto, sin embargo, no en el sentido de que tiene una respuesta para cada cosa, que lo sabe todo, sino en el sentido de que «sabe» de Dios, sabe cómo actúa Dios, conoce cuándo una cosa es de Dios y cuándo no es de Dios; tiene esta sabiduría que Dios da a nuestro corazón.
El corazón del hombre sabio en este sentido tiene el gusto y el sabor de Dios. ¡Y cuán importante es que en nuestras comunidades haya cristianos así! Todo en ellos habla de Dios y se convierte en un signo hermoso y vivo de su presencia y de su amor.
Y esto es algo que no podemos improvisar, que no podemos conseguir por nosotros mismos: es un don que Dios da a quienes son dóciles al Espíritu Santo.
Dentro de nosotros, en nuestro corazón, tenemos al Espíritu Santo; podemos escucharlo, podemos no escucharlo. Si escuchamos al Espíritu Santo, Él nos enseña esta senda de la sabiduría, nos regala la sabiduría que consiste en ver con los ojos de Dios, escuchar con los oídos de Dios, amar con el corazón de Dios, juzgar las cosas con el juicio de Dios.
Esta es la sabiduría que nos regala el Espíritu Santo, y todos nosotros podemos poseerla. Sólo tenemos que pedirla al Espíritu Santo.
Pensad en una mamá, en su casa, con los niños, que cuando uno hace una cosa el otro maquina otra, y la pobre mamá va de una parte a otra, con los problemas de los niños. Y cuando las madres se cansan y gritan a los niños, ¿eso es sabiduría?
Gritar a los niños —os pregunto— ¿es sabiduría? ¿Qué decís vosotros: es sabiduría o no? ¡No! En cambio, cuando la mamá toma al niño y le riñe dulcemente y le dice: «Esto no se hace, por esto…», y le explica con mucha paciencia, ¿esto es sabiduría de Dios? ¡Sí! Es lo que nos da el Espíritu Santo en la vida.
Luego, en el matrimonio, por ejemplo, los dos esposos —el esposo y la esposa— riñen, y luego no se miran o, si se miran, se miran con la cara torcida: ¿esto es sabiduría de Dios? ¡No! En cambio, si dice: «Bah, pasó la tormenta, hagamos las paces», y recomienzan a ir hacia adelante en paz: ¿esto es sabiduría? [la gente: ¡Sí!]
He aquí, este es el don de la sabiduría. Que venga a casa, que venga con los niños, que venga con todos nosotros.
Y esto no se aprende: esto es un regalo del Espíritu Santo. Por ello, debemos pedir al Señor que nos dé el Espíritu Santo y que nos dé el don de la sabiduría, de esa sabiduría de Dios que nos enseña a mirar con los ojos de Dios, a sentir con el corazón de Dios, a hablar con las palabras de Dios.
Y así, con esta sabiduría, sigamos adelante, construyamos la familia, construyamos la Iglesia, y todos nos santificamos. Pidamos hoy la gracia de la sabiduría.
Y pidámosla a la Virgen, que es la Sede de la sabiduría, de este don: que Ella nos alcance esta gracia. ¡Gracias!

El Entendimiento (Inteligencia)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de haber examinado la sabiduría, como el primero de los siete dones del Espíritu Santo, hoy quisiera llamar la atención sobre el segundo don, es decir, el intelecto.
No se trata en este caso de la inteligencia humana, de la capacidad intelectual de la que podamos estar más o menos dotados.
Es una gracia que solo el Espíritu Santo puede infundir y que suscita en el cristiano la capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su diseño de salvación.
El apóstol Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, describe bien los efectos de este don. ¿Qué hace este don del intelecto en nosotros?
Y Pablo dice esto: “Las cosas que el ojo no vio ni el oído oyó, ni entraron en el corazón del hombre, Dios las ha preparado para los que le aman. Pero a nosotros Dios nos las ha revelado por medio del Espíritu” (1 Cor 2, 9-10).
Esto, obviamente no significa que un cristiano pueda comprender cada cosa y tener un conocimiento pleno del diseño de Dios: todo esto permanece a la espera de manifestarse con toda claridad cuando nos encontremos ante Dios y seamos verdaderamente una cosa sola con Él.
Pero, como sugiere la misma palabra, el intelecto permite “intus legere”, es decir, leer dentro. Y este don nos hace entender las cosas como las entiende Dios, con la inteligencia de Dios.
Porque uno puede entender una situación con la inteligencia humana, con prudencia y va bien, pero entender una situación en profundidad como la entiende Dios es el efecto de este don.
Y Jesús ha querido enviarnos el Espíritu Santo para que nosotros entendamos este don, para que todos nosotros podamos entender las cosas como Dios las entiende, con la inteligencia de Dios.
¡Es un hermoso regalo el que Dios nos ha hecho a todos nosotros! Es el don con el que el Espíritu Santo nos introduce en la intimidad con Dios y nos hace partícipes del diseño de amor que Él tiene para nosotros.
Está claro que el don del intelecto está estrechamente conectado con la fe. Cuando el Espíritu Santo habita en nuestro corazón e ilumina nuestra mente, nos hace crecer día tras día en la comprensión de lo que el Señor nos ha dicho y ha realizado.
El mismo Jesús ha dicho a sus discípulos: “Os enviaré el Espíritu Santo y Él os hará entender todo lo que yo os he enseñado”. Entender las enseñanzas de Jesús, entender su palabra, entender el Evangelio, entender la Palabra de Dios.
Uno puede leer el Evangelio y entender algo, pero si leemos el Evangelio con este don del Espíritu Santo podemos entender la profundidad de las palabras de Dios y esto es un gran don, un gran don que todos debemos pedir y pedir juntos: danos, Señor, el don del intelecto.
Hay un episodio en el evangelio de Lucas que expresa muy bien la profundidad y la fuerza de este don. Tras haber asistido a la muerte en cruz y a la sepultura de Jesús, dos de sus discípulos, desilusionados y afligidos, se van de Jerusalén y regresan a su pueblo de nombre Emaús.
Mientras están en camino, Jesús resucitado se pone a su lado y empieza a hablar con ellos, pero sus ojos, velados por la tristeza y la desesperación, no son capaces de reconocerlo.
Jesús camina con ellos, pero ellos estaban tan tristes y tan desesperados que no lo reconocen. Pero cuando el Señor les explica las Escrituras, para que comprendan que Él debía sufrir y morir para después resucitar, sus mentes se abren y en sus corazones vuelve a encenderse la esperanza (cfr Lc 24,13-27).
Y esto es lo que el Espíritu Santo hace con nosotros. Nos abre la mente, nos la abre para entender mejor, para entender mejor las cosas de Dios, las cosas humanas, las situaciones, todas las cosas.
Es importante el don del intelecto para nuestra vida cristiana. Pidamos al Señor que nos dé, que nos dé a todos nosotros este don, para entender, como entiende Él, las cosas que suceden y para entender sobre todo la Palabra de Dios en el Evangelio ¡Gracias!

El Consejo

«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hemos escuchado en la lectura aquella parte del libro de los Salmos que dice “el Señor me aconseja, el Señor me habla interiormente”. Y este es otro don del Espíritu Santo: el don del consejo. Sabemos cuánto es importante, sobre todo en los momentos más delicados, el poder contar con las sugerencias de personas sabias y que nos quieren.

Ahora bien, a través del don del consejo, es Dios mismo, con el Espíritu Santo, quien ilumina nuestro corazón, para hacernos comprender el modo justo de hablar y de comportarse y el camino a seguir. Pero ¿cómo actúa este don en nosotros?

1. En el momento en el cual lo recibimos y lo acogemos en nuestro corazón, el Espíritu Santo comienza inmediatamente a hacernos sensibles a su voz y a orientar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras intenciones según el corazón de Dios.

Al mismo tiempo, nos lleva a dirigir cada vez más la mirada interior sobre Jesús, como modelo de nuestro modo de actuar y de relacionarnos con Dios Padre y con los hermanos. El consejo, es entonces el don con el cual el Espíritu Santo hace que nuestra conciencia sea capaz de hacer una elección concreta en comunión con Dios, según la lógica de Jesús y de su Evangelio.

Y de este modo, el Espíritu nos hace crecer interiormente, nos hace crecer positivamente, nos hace crecer en la comunidad. Y nos ayuda a no caer en posesión del egoísmo y del propio modo de ver las cosas. Así el Espíritu nos ayuda a crecer y también a vivir en comunidad.

2. La condición esencial para conservar este don es la oración. Pero siempre volvemos sobre lo mismo ¿no? La oración. Pero es tan importante la oración, rezar. Rezar las oraciones que todos nosotros sabemos desde niños, pero también rezar con nuestras palabras. Rezar al Señor: Señor ayúdame, aconséjame, ¿qué tengo que hacer ahora?

Y con la oración hacemos lugar para que el Espíritu venga y nos ayude en aquel momento, nos aconseje sobre lo que nosotros debemos hacer. La oración. Jamás olvidemos la oración, jamás.

Nadie se da cuenta cuando nosotros rezamos en el autobús, en la calle: oramos en silencio, con el corazón. Aprovechemos estos momentos para rezar. Rezar para que el Espíritu nos dé este don del consejo.

En la intimidad con Dios y en la escucha de su Palabra, poco a poco dejamos de lado nuestra lógica personal, dictada la mayor parte de las veces por nuestra cerrazón, por nuestros prejuicios y nuestras ambiciones, y en cambio, aprendamos a preguntar al Señor: ¿cuál es tu deseo?

¡Pedirle consejo al Señor! Y esto lo hacemos con la oración. De esta manera madura en nosotros una sintonía profunda, casi innata con el Espíritu y comprobamos qué verdaderas son las palabras de Jesús citadas en el Evangelio de Mateo: "No se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes" (Mt 10:19-20). Es el Espíritu que nos aconseja. Pero nosotros debemos darle espacio al Espíritu para que nos aconseje, y dar espacio es rezar. Rezar para que Él venga y nos ayude siempre.

3. Y al igual que todos los otros dones del Espíritu, entonces, el consejo es también un tesoro para toda la comunidad cristiana. El Señor nos habla no solamente en la intimidad del corazón, nos habla sí, pero no solamente allí, sino también a través de la voz y el testimonio de los hermanos. ¡Realmente es un gran don poder encontrar hombres y mujeres de fe que, especialmente en los momentos más complicados e importantes de nuestra vida, nos ayudan a iluminar nuestro corazón y a reconocer la voluntad del Señor!

Yo recuerdo una vez que yo estaba en el confesionario - y había una fila larga adelante - en el Santuario de Luján. Y estaba en la fila un muchacho todo moderno, ¿no? Con aritos, tatuajes, todas las cosas. Y vino para decirme lo que le sucedía a él. Era un problema grande, difícil. ¿Y tú qué harías? Y me dijo esto: yo le he contado todo esto a mi madre y mi madre me dijo: anda a ver a la Virgen y Ella te dirá lo que debes hacer.

¡Esta es una mujer que tenía el don del consejo! No sabía cómo salir del problema del hijo, pero le ha indicado el camino justo: “anda a ver a la Virgen y Ella te dirá”. Este es el don del consejo, dejar que el Espíritu hable. Y esta mujer humilde y simple, ha dado al hijo el más verdadero consejo. Porque este joven me dijo: “yo he mirado a la Virgen y he sentido que tengo que hacer esto, esto y esto. Yo no tuve que hablar. Lo hicieron todo la madre, la Virgen y el muchacho. ¡Éste es el don del consejo! Ustedes mamás, que tienen este don, ¡pidan este don para sus hijos! El don de aconsejar a los hijos. Es un don de Dios.

Queridos amigos, el Salmo 16 nos invita a orar con estas palabras: "Bendeciré al Señor que me aconseja, ¡hasta de noche me instruye mi conciencia! Tengo siempre presente al Señor: Él está a mi lado, nunca vacilaré". (vv. 7-8). Que el Espíritu siempre pueda infundir en nuestro corazón esta certeza y nos llene así con su consuelo y su paz! Pidan siempre el don del consejo.¡Gracias!».


La Fortaleza

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hemos reflexionado sobre los tres primeros dones del Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento y consejo. Hoy pensemos en lo que hace el Señor, Él viene siempre a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial: el don de la Fortaleza.

1. Hay una parábola que nos ayuda a comprender la importancia de este don. Un sembrador va a sembrar; pero no todas las semillas que siembra dan fruto. Las que terminan en el camino se las comen las aves; las que caen en terreno pedregoso o entre espinas brotan, pero pronto se secan por el sol o ahogadas por las espinas. Solo las que caen en la buena tierra crecen y dan fruto (cf. Mc 4,3-9 / / Mt 13:3-9 / / Lucas 8,4-8).

Como el mismo Jesús cuenta a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que difunde abundantemente la semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, a menudo, choca con la aridez de nuestros corazones y, aun cuando viene recibida, a menudo se mantiene estéril. Con el don de la Fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera la tierra de nuestro corazón, la libera del letargo, de las incertidumbres y de todos los miedos que pueden detenerlo, de modo que la Palabra del Señor sea puesta en práctica, de manera auténtica y alegre. Es una verdadera ayuda este don de la Fortaleza, nos da fuerza, incluso nos libera de tantos impedimentos.

2.Hay también momentos difíciles y situaciones extremas en las cuales el don de la Fortaleza se manifiesta de modo extraordinario, ejemplar. Es el caso de aquellos que tienen que afrontar experiencias particularmente duras y dolorosas, que perturban su vida y la de sus seres queridos. La Iglesia resplandece por el testimonio de tantos hermanos y hermanas que no han dudado en dar la propia vida, con tal de permanecer fieles al Señor y a su Evangelio.

También hoy no faltan cristianos que en tantas partes del mundo continúan celebrando y testimoniando su fe, con profunda convicción y serenidad y resisten también cuando saben que esto puede costar un precio muy alto. También nosotros, todos nosotros conocemos gente que ha vivido situaciones difíciles, tantos dolores. Pensemos en aquellos hombres y en aquellas mujeres que llevan una vida difícil, luchan por llevar adelante la familia, educar a los hijos, pero esto lo hacen porque está el Espíritu de la Fortaleza que los ayuda. Cuántos, cuántos hombres y mujeres, de los cuales no conocemos el nombre, honoran nuestro pueblo, honoran nuestra iglesia porque son fuertes, fuertes en el llevar adelante su vida, su familia, su trabajo, su fe.

Pero estos hermanos y hermanas nuestros son santos, santos cotidianos, santos escondidos, en medio de nosotros. Tienen precisamente el don de la Fortaleza para llevar adelante su deber de personas, de padres, de madres, de hermanos, de hermanas, de ciudadanos. Tenemos tantos, tantos. ¡Agradezcamos al Señor por estos cristianos que tienen una santidad escondida, pero es el Espíritu dentro que los lleva adelante! Y nos hará bien pensar en esta gente, si ellos hacen esto, si ellos pueden hacerlo ¿por qué yo no? Y pedirle al Señor que nos dé el don de la Fortaleza.

3. No se debe pensar que el don de la Fortaleza sea necesario solamente en algunas ocasiones o situaciones particulares. Este don debe constituir la característica esencial de nuestro ser cristianos en la normalidad de nuestra vida cotidiana. Como he dicho, en todos los días de la vida cotidiana tenemos que ser fuertes, tenemos necesidad de esta Fortaleza para llevar adelante nuestra vida, nuestra familia, nuestra fe.

Pablo, el apóstol Pablo, ha dicho una frase que nos hará bien escuchar: “Yo lo puedo todo en aquel que me conforta.” (Fil 4,13). Cuando llega la vida ordinaria, cuando llegan las dificultades, recordemos esto: “todo lo puedo todo en aquel que me conforta”. El Señor da la fuerza, siempre, no falta. El Señor no nos prueba más de lo que nosotros podemos tolerar. Él está siempre con nosotros, “todo lo puedo en aquel que me conforta”.

Queridos amigos, a veces podemos estar tentados de dejarnos vencer por la pereza o peor, por el desaliento, sobre todo de frente a las fatigas y a las pruebas de la vida. En estos casos, no perdamos el ánimo, invoquemos al Espíritu Santo para que, con el don de la Fortaleza, pueda aliviar nuestro corazón y comunicar nueva fuerza y entusiasmo a nuestra vida y a nuestro seguimiento de Jesús. Gracias.

Ciencia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy queremos resaltar otro don del Espíritu Santo, el don de ciencia. Cuando se habla de ciencia, el pensamiento va inmediatamente a la capacidad del hombre de conocer siempre mejor la realidad que lo circunda y de descubrir las leyes que regulan la naturaleza y el universo. Pero la ciencia que viene del Espíritu Santo no se limita al conocimiento humano: es un don especial que nos lleva a percibir, a través de la creación, la grandeza y el amor de Dios y su relación profunda con cada criatura.

Cuando nuestros ojos son iluminados por el Espíritu Santo, se abren a la contemplación de Dios, en la belleza de la naturaleza y en la grandiosidad del cosmos, y nos llevan a descubrir cómo cada cosa nos habla de Él, cada cosa nos habla de su amor. ¡Todo esto suscita en nosotros gran estupor y un profundo sentido de gratitud!

Es la sensación que sentimos también cuando admiramos una obra de arte o cualquier maravilla que sea fruto del ingenio y de la creatividad del hombre: de frente a todo esto, el Espíritu nos lleva a alabar al Señor desde lo profundo de nuestro corazón y a reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don inestimable de Dios y un signo de su infinito amor por nosotros.

En el primer capítulo del Génesis, precisamente al inicio de toda la Biblia, se pone en evidencia que Dios se complace de su creación, subrayando repetidamente la belleza y la bondad de cada cosa. Al final de cada jornada, está escrito: “Dios vio que era cosa buena”. Pero si Dios ve que la creación es una cosa buena y una cosa bella, también nosotros tenemos que tener esta actitud: de ver que la creación es cosa buena y bella. Y con el don de la ciencia, por esta belleza, alabamos a Dios, agradecemos a Dios por habernos dado ¡tanta belleza! Y este es el camino.

Y cuando Dios terminó de crear al hombre no dijo “vio que era cosa buena”, dijo que era “muy buena”, nos acerca a Él. Y a los ojos de Dios nosotros somos lo más bello, lo más grande, lo más bueno de la creación. Pero padre, ¿los ángeles? ¡No! Los ángeles están más abajo nuestro, ¡nosotros somos más que los ángeles! Lo escuchamos en el libro de los Salmos. ¡Nos quiere el Señor! Debemos agradecerle por esto.

El don de la ciencia nos pone en profunda sintonía con la Creación y nos hace partícipes de la limpidez de su mirada y de su juicio. Y es en esta perspectiva que logramos captar en el hombre y en la mujer el culmen de la creación, como cumplimiento de un designio de amor que está impreso en cada uno de nosotros y que nos hace reconocernos como hermanos y hermanas.

Todo esto es fuente de serenidad y de paz y hace del cristiano un gozoso testigo de Dios, en las huellas de San Francisco de Asís y otros muchos santos que supieron alabar y cantar su amor a través de la contemplación de la creación. Al mismo tiempo, sin embargo, el don de ciencia nos ayuda a no caer en algunas actitudes excesivas o equivocadas.

El primero es el riesgo de considerarnos dueños de la creación. Porque la creación no es una propiedad, que podemos gobernar a voluntad; ni mucho menos, es una propiedad de sólo algunos pocos: la creación es un regalo, es un don maravilloso que Dios nos ha dado, para que lo cuidemos y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con gran respeto y gratitud.

La segunda actitud equivocada es la tentación de quedarnos en las criaturas, como si éstas pudieran ofrecer la respuesta a todas nuestras expectativas. Y el Espíritu Santo con el don de la ciencia nos ayuda a no caer en esto.

Pero yo quisiera volver a la primera vía equivocada “cuidar la creación”, no "adueñarse de la creación". Debemos cuidar la creación, es un don que el Señor nos ha dado, para nosotros, ¡es el regalo de Dios a nosotros! Nosotros somos custodios de la creación, pero cuando nosotros explotamos la creación, ¡destruimos el signo de amor de Dios!

Destruir la creación es decir a Dios: “no me gusta, esto no es bueno”. ¿Y qué te gusta a ti? Me gusto a mí mismo: ¡éste es el pecado! ¿Han visto? La custodia de la creación es precisamente la custodia del don de Dios. Y también es decir al Señor: “gracias, yo soy el dueño de la creación. Pero para hacerla seguir adelante yo no destruiré jamás tu don”.

Y esta debe ser nuestra actitud con respecto a la creación. Custodiarla, porque si nosotros destruimos la creación, la creación nos destruirá. No olviden esto.

Una vez, yo estaba en el campo y escuché un dicho de parte de una persona simple, a la cual le gustaban tanto las flores y él cuidaba estas flores y me dijo: “debemos custodiar estas bellas cosas que Dios nos ha dado. La creación es para nosotros; para que nosotros la aprovechemos bien. No explotarla, custodiarla. “Porque, ¿usted sabe padre?” – así me dijo – “Dios perdona siempre”. Sí, y esto es verdad, Dios perdona siempre. “Nosotros seres humanos, hombres y mujeres, perdonamos algunas veces”. Y sí, algunas no perdonamos. “Pero la naturaleza, padre, no perdona jamás y si tú no la cuidas, ella te destruirá”.

Esto debe hacernos pensar y pedir al Espíritu Santo: este don de la ciencia para entender bien que la creación es el más hermoso regalo de Dios. Que Él ha dicho: esto es bueno, esto es bueno, esto es bueno y este es el regalo para lo más bueno que he creado, que es la persona humana. Gracias.

Piedad

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Hoy queremos examinar un don del Espíritu Santo que a menudo viene mal entendido o considerado de una manera superficial, y que en cambio toca el corazón de nuestra identidad y de nuestra vida cristiana: es el don de la piedad.
Hay que dejar claro que este don no se identifica con tener compasión por alguien, tener piedad del prójimo, sino que indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro profundo vínculo con Él, un vínculo que da sentido a toda nuestra vida y nos mantiene unidos, en comunión con Él, incluso en los momentos más difíciles y atormentados.
1. Este vínculo con el Señor no debe interpretarse como un deber o una imposición: es un vínculo que viene desde dentro. Se trata, en cambio, de una relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios, que nos ha dado Jesús, una amistad que cambia nuestras vidas y nos llena de entusiasmo y alegría. Por esta razón, el don de la piedad suscita en nosotros, sobre todo, gratitud y alabanza. Es éste, en realidad, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración.
Cuando el Espíritu Santo nos hace sentir la presencia del Señor y de todo su amor por nosotros, nos reconforta el corazón y nos mueve de forma natural a la oración y la celebración. Piedad, por tanto, es sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de aquella capacidad de rezarle con amor y sencillez que caracteriza a los humildes de corazón.
2. Si el don de la piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos lleva a vivir como sus hijos, al mismo tiempo nos ayuda a derramar este amor también sobre los otros y a reconocerlos como hermanos. Y entonces sí que seremos movidos por sentimientos de piedad – ¡no de pietismo! - hacia quien nos está cerca y por aquellos que encontramos cada día. ¿Por qué digo no de pietismo? porque algunos piensan que tener piedad es cerrar los ojos, hacer cara de estampita, ¿así no? y también fingir el ser como un santo, ¿no? No, este no es el don de la piedad. En piamontés nosotros decimos: hacer la “mugna quacia”, éste no es el don de piedad ¡eh!
De verdad seremos capaces de gozar con quien está alegre, de llorar con quien llora, de estar cerca de quien está solo o angustiado, de corregir a quien está en error, de consolar a quien está afligido, de acoger y socorrer a quien está necesitado. Hay una relación, muy, muy estrecha entre el don de piedad y la mansedumbre. El don de piedad que nos da el Espíritu Santo nos hace apacibles. Nos hace tranquilos, pacientes, en paz con Dios, al servicio de los otros con apacibilidad.
Queridos amigos, en la Carta a los Romanos, el apóstol Pablo afirma: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios: “¡Abba, Padre!”.
Pidamos al Señor que el don de su Espíritu pueda vencer nuestro temor, nuestras incertidumbres, incluso nuestro espíritu inquieto, impaciente y pueda hacernos testimonios gozosos de Dios y de su amor. Adorando al Señor en la verdad y también en el servicio a los próximos, con mansedumbre y también con la sonrisa, que siempre el Espíritu nos da en la alegría. Que el Espíritu Santo nos dé a todos nosotros este don de la piedad. Gracias.


Temor de Dios

«Queridos hermanos y hermanas:

El don del temor de Dios, del que hablamos hoy, concluye la serie de los siete dones del Espíritu Santo.

El temor de Dios no significa tener miedo de Dios: ¡no, no es eso! Sabemos bien que Dios es Padre y que nos ama y quiere nuestra salvación y siempre perdona: ¡siempre! ¡Así que no hay razón para tener miedo de Él!

El temor de Dios, en cambio, es el don del Espíritu que nos recuerda lo pequeños que somos delante de Dios y de su amor, y que nuestro bien consiste en abandonarnos con humildad, respeto y confianza en sus manos. ¡Esto es el temor de Dios: este abandono en la bondad de nuestro Padre que nos quiere tanto!

1. Cuando el Espíritu Santo toma morada en nuestro corazón, nos da consuelo y paz, y nos lleva a sentir cómo somos, es decir, pequeños, con aquella actitud - tan recomendada por Jesús en el Evangelio – de quien pone todas sus preocupaciones y sus esperanzas en Dios y se siente envuelto y apoyado por su calor y protección, ¡igual que un niño con su papá!

Y es éste el sentimiento: es lo que el Espíritu Santo hace en nuestros corazones: nos hace sentir como niños en los brazos de nuestro papá. En este sentido, entonces, comprendemos bien cómo el temor de Dios en nosotros toma la forma de la docilidad, de gratitud y de alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza.

Muchas veces, de hecho, no alcanzamos a comprender el designio de Dios, y nos damos cuenta que no podemos asegurarnos, por nosotros mismos, la felicidad y la vida eterna. Es precisamente ante la experiencia de nuestras limitaciones y de nuestra pobreza, cuando el Espíritu Santo nos consuela y nos hace sentir que la única cosa importante es ser guiado por Jesús en los brazos de su Padre.

2. Es por eso que necesitamos tanto este don del Espíritu Santo. El temor de Dios nos hace tomar conciencia de que todo viene de la gracia y que nuestra verdadera fuerza reside sólo en seguir al Señor Jesús y dejar que el Padre puede derramar sobre nosotros su bondad y su misericordia. Abrir el corazón para que la bondad y la misericordia de Dios lleguen a nosotros. Esto hace el Espíritu Santo con el don del temor de Dios: abre los corazones. Corazón abierto para que el perdón, la misericordia, la bondad, las caricias del Padre lleguen a nosotros. Porque nosotros somos hijos infinitamente amados.

3. Cuando estamos llenos del temor de Dios, entonces tendemos a seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia. Pero esto no con una actitud resignada y pasiva, incluso con lamento, sino con el estupor y la alegría, la alegría de un hijo que se reconoce servido y amado por el Padre.

Por lo tanto, ¡el temor de Dios no nos hace cristianos tímidos, remisivos, sino que genera en nosotros coraje y fuerza! ¡Es un don que nos hace cristianos convencidos, entusiastas, que no se quedan sometidos al Señor por miedo, sino porque están conmovidos y conquistados por su amor! Ser conquistados por el amor de Dios: ¡y esta es una cosa bella! Dejarse conquistar por este amor de Papá: ¡que nos ama tanto! Nos ama con todo su corazón.

Pero, ¡estemos atentos, eh! porque el don de Dios, el don del temor de Dios es también una “alarma” frente a la pertinacia del pecado. Cuando una persona vive en el mal, cuando blasfema en contra de Dios, cuando explota a los otros, cuando los tiraniza, cuando vive solamente para el dinero, para la vanidad o el poder o el orgullo, entonces el Santo temor de Dios nos alerta: ¡atención! Con todo este poder, con todo este dinero, con todo tu orgullo, y con toda tu vanidad, ¡no serás feliz!

Nadie puede llevarse consigo al otro mundo ni el dinero, ni el poder, ni la vanidad, ni el orgullo: ¡nada! Solamente podemos llevar el amor que Dios Padre nos da, las caricias de Dios aceptadas y recibidas por nosotros con amor. Y podemos llevar lo que hemos hecho por los otros. ¡Atención, eh! No pongan esperanza en el dinero, en el orgullo, en el poder, en la vanidad: ¡esto no puede prometernos nada!

Pienso, por ejemplo, en las personas que tienen responsabilidad sobre los otros y se dejan corromper: pero ¿ustedes piensan que una persona corrupta será feliz en el otro mundo? ¡No! Todo el fruto de su corrupción ha corrompido su corazón y será difícil ir hacia el Señor.

Pienso en aquellos que viven de la trata de personas y del trabajo esclavo: ¿ustedes piensan que esta gente tiene en su propio corazón el amor de Dios, uno que trafica con personas, uno que explota las personas con el trabajo esclavo? ¡No! No tienen temor de Dios. Y no son felices. No lo son.

Pienso en los que fabrican armas para fomentar las guerras: pero piensen ¡qué trabajo es éste! Estoy seguro que, si yo hago ahora la pregunta:¿cuántos de ustedes son fabricantes de armas? Nadie, nadie. Porque ésos no vienen a escuchar la palabra de Dios. Ellos fabrican la muerte, son mercaderes de muerte, que hacen esta mercancía de muerte.

Que el temor de Dios les haga comprender que un día todo termina y que deberán rendir cuentas a Dios.

Queridos amigos, el Salmo 34 nos hace rezar así: “Este pobre hombre invocó al Señor: él lo escuchó y los salvó de sus angustias. El Ángel del Señor acampa en torno de sus fieles y los libra” (v. 7-8).Pidamos al Señor la gracia de unir nuestra voz a la de los pobres, para acoger el don del temor de Dios y podernos reconocer, junto a ellos, revestidos por la misericordia y el amor de Dios, que es nuestro Padre, nuestro Papá. Así sea.