Se trata de un caso insólito. ¿Ya habías oído que un protestante se convirtiese al catolicismo cuando eso era justamente la única cosa que jamás quisiera en esta vida?
Pues sí, ese es Fernando Casanova, un ex ministro evangélico que renunció para entrar a la Iglesia Católica.
Fue Ministro Licenciado Ordenado y pastor Pentecostal. Tiene varios cursos y grados universitarios obtenidos en los EE.UU. (¡y hasta uno en España!) siendo premiado como uno de los estudiantes más brillantes. Ha dado conferencias y aleccionado en los EE.UU. in en el Caribe.
En sus programas de EWTN nos cuenta de sus descubrimientos, los conflictos de consciencia con que se tuvo que enfrentar, los pasos difíciles que debió tomar y como en el 2003 entró en la comunión plena de la Iglesia Católica.
Cruzando las fronteras
de la Fe
¿Por
qué se hizo católico?
La proclamación del Dr. Fernando Casanova responde al gran tesoro que descubrió
en la Iglesia
Católica. No importa el tema de la ocasión, o si se trata de
su testimonio, de una predicación, taller o curso, él siempre exalta la fe,
doctrina, espiritualidad y moral católica.
El cuestionamiento principal en el proceso de conversión del reverendo Fernando
Casanova fue la
Eucaristía. No obstante, él es el primero en reconocer que
hubo otros temas importantes con los cuales tuvo que lidiar: la excelencia y el
rol de la Virgen María
en la historia de la salvación, el culto a la Virgen y a los santos, el primado de San Pedro,
el papado, el bautismo de infantes y el sacramento de la Confesión. Siempre,
sin excepción, encontró una respuesta contundente a favor de la Iglesia Católica
Romana.
El Dr. Fernando Casanova reconoce que no siempre descubrió la Verdad católica por
iniciativa propia, sino sin quererlo y sin procurarlo; de hecho, por mucho
tiempo se resistió, pues no quería hacerse católico.
Hasta que se encontró retando al Señor sometiéndome, por ejemplo, al sacramento
de la Reconciliación
(Confesión), y predicando en su iglesia pentecostal sobre María y la Eucaristía, y negándose
a bautizar al modo protestante, y rehusándose casar a católicos, y enseñando la
versión católica de la teología a los seminaristas evangélicos… y un largo
etcétera.
Como era de esperarse, una situación extraordinaria de conversión como esta
tuvo que ser muy difícil y dolorosa, sobre todo cuando se pierde el afecto de
amigos y los hermanos en la fe, y cuando se sacrifica la vocación para la que
se creía llamado por Dios, pero sobre todo cuando se perjudica el matrimonio
porque el cónyuge no comprende por qué su esposo decide hacerse católico, con
lo antipática que les solía parecer esa Iglesia y sus prácticas.
Los esposos Casanova sólo platican de estas dificultades cuando participan de
actividades de evangelización y formación a las que son invitados. Este
no es el lugar para versar sobre situaciones privadas tan neurálgicas.
Sin embargo, sí podemos aprovechar algunas líneas escritas por el Dr. Fernando
Casanova sobre las razones bíblicas, teológicas y espirituales que tuvo para
hacerse católico.
A continuación presentamos un breve resumen de estas razones, que hemos tomado
y adaptado de una conferencia que dictó Fernando en la XVI Convención de la Asociación Nacional
de Sacerdotes Hispanos de los Estados Unidos, el 11 de octubre de 2005, en San
Juan.
En esta conferencia se enfatizó el tema de la Eucaristía, que fue la
cuestión más importante en la conversión de Fernando, y luego también de su
esposa.
El pentecostalismo y yo
Fui criado en la tradición pentecostal. Nunca conocí otra experiencia de
fe. No fue difícil para nuestra familia identificar esa fe evangélica y
pentecostal como la causa de nuestra excitante vida espiritual, y como razón de
nuestra grata convivencia familiar.
Estaba tan agradecido de Dios por el orden religioso en nuestras vidas, por las
nuevas oportunidades que me regaló después de haber abandonado la fe de mis
padres, viviendo por algún tiempo una vida juvenil desordenada, que decidí
entregarme al Señor en cuerpo y alma. Pronto me sentí llamado por Dios a
ser pastor. Respondí enseguida. ¡Qué mejor manera de vivir para mi
Dios que trabajar para él!
Pero una vez involucrado en el ministerio se me develaron otras razones para
querer procurar una vida espiritual cabal, más aferrada a la Escritura, dependiente de
la perfecta voluntad de Dios y en sintonía con la Iglesia que él parecía
haber establecido en el Nuevo Testamento. Es que tenía que haber algo más
profundo, alternativo, en línea con la intención original de Jesús y en
comunión con los primeros apóstoles y con aquella Iglesia primitiva de la que
me creía heredero, pero de la cual me distanciaba la realidad que comencé a
percibir cuando me inauguré como ministro y pastor.
Al principio me entusiasmé con las propiedades liberadoras de la religiosidad
pentecostal, y me adherí a ella con todo el corazón. Cuando accedo al
ministerio por convicción y vocación, me di cuenta de que arriba, en el
liderato, y lejos de la buena fe del pueblo creyente, se encuentra una actitud
generalizada de embaucamiento. De pronto, di al traste con la realidad: yo era
parte de una ínfima minoría. Me relacioné con otros colegas que se daban
cuenta de la corrupción y de la incongruencia con el evangelio de Jesús, con la
idea paulina del ministerio cristiano (cf. 2 Co 11, 4 al 12, 21) y con la vida
de la Iglesia
primitiva (cf. Hch 2, 42.44; 5, 40; 9, 16; 14, 22; Col 1, 24), pero mis
compañeros se conformaban.
Tenían miedo. Les preocupaba más su propio bienestar y sus sueldos, y
terminaban haciéndose cómplices de la religiosidad sensacional tipo
espectáculo. Vi a muchos sucumbir a la fascinación de los predicadores
que presentaban a la religión como un show para escapistas: una incubadora de
sentimentalismo que atraía a embaucadores apegados al dinero fácil y a la fama.
Estos personajes descollaban como súper apóstoles: “¡el hombre de Dios para
este tiempo!” o “el Evangelista Internacional”, de los que se resguardaban al
lado de un elegante escudo de armas circundado por las palabras “Mengano
Ministries”, o detrás de vistosos letreros con la foto artística del pastor y
su esposa.
Estos personajes carismáticos se iban constituyendo en los paradigmas del nuevo
ministro pentecostal, un prototipo que yo no quería emular y que rechacé con
todas mis fuerzas.
Profesor de teología en el seminario
pentecostal
Se me ocurrió que podíamos volver a aquel primer cristianismo, genuino y
martirial, que el movimiento pentecostal había tratado de revivir cien años
atrás. Pensé que todo sería cuestión de buena educación teológica.
Así que me fui al Colegio Bíblico Pentecostal a enseñar teología. Este
era el Seminario de mi denominación y el único colegio bíblico acreditado fuera
de los Estados Unidos continentales. Obtuve la Cátedra de Teología
Sistemática que ostentó el Dr. Richard González por más de treinta años antes
de retirarse. Me sentí optimista; sentía que podía hacer algo formando a
los seminaristas que ejercerían el liderato pentecostal en el futuro.
Tomé mi nueva responsabilidad con pasión. Sin pausa enfaticé en la
imperiosa necesidad de atender las incongruencias éticas y doctrinales.
Lo único que me movió fue el convencimiento de que teníamos que actuar conforme
a la Iglesia
que descubrí en la Biblia;
una Iglesia apostólica (Jn 15, 16; 20, 21; Lc 22, 29-30; Mt 16, 18; Jn 10, 16;
Lc 22, 32 [Jn 21, 17]; Ef 4, 11; 1 Ti 3, 1.8; 5, 17), con autoridad (Mt
28, 18-20; Jn 20, 23; Lc 10, 16; Mt 28, 20), perpetua (Is 9, 6-7; Dan 2, 44; 7,
14; Lc 1, 32-33; Mt 7, 24; 13, 24-30; 16, 18; Jn 14, 16; Mt 28, 19-20,
infalible (Jn 16, 13; 14, 26; 1 Ti 3, 15; 1 Jn 2, 27; Hch 15, 28; Mt 16,
19). Otra idea bíblica que me martillaba la cabeza constantemente era la
unidad completa (espiritual y visible) de esa Iglesia (Jn 10, 16; 17, 17-23; Ef
4, 3-6 [cf 3, 21; 4, 14]; Rm 16, 17; 1 Co 1, 10; Flp 2, 2; Rm 12, 5; Col 3,
15). Y ni se diga la contrariedad que me quitó el sueño por mucho tiempo cuando
me confronté con el testimonio acerca de la Iglesia Católica
de los llamados Padres de la
Iglesia, en los primeros siglos de la era cristiana: San
Clemente Romano (97 d.C.), San Justino Mártir (155), San Ignacio de Antioquía
(165), Tertuliano (197), San Cipriano (250) y San Agustín (397), entre otros.
Cuando constaté el fondo eclesial de la Biblia y del cristianismo primitivo, se me
comenzó a aparecer la
Iglesia Católica como la verdadera Iglesia de Jesucristo.
Mi optimismo inicial en el Colegio Bíblico se convirtió en una profunda
tristeza. Sabía que era responsable del destino eterno de muchas almas.
Sabía que un ministro mal formado o con distorsiones éticas era un peligro. La
desilusión fue inminente; yo me mortificaba señalándole a todos lo que decía la Biblia, Jesucristo, sus
apóstoles y los Padres de la
Iglesia, y ellos insistían en suspirar por ministerios
deslumbrantes, construcciones majestuosas y exposición en los medios.
Así que me concentré en la oración y el estudio profundo de la Biblia y la historia.
En medio de esta búsqueda se hizo evidente que el problema radicaba, a la luz
de la Iglesia
que constatamos en la Biblia
y los Padres, en cuál de las pretendidas iglesias se encontraba la plenitud de
la gracia y del conocimiento divino (cf. Mt 28, 19-20; Jn 20, 30; Ga 1, 9; Ef
1, 22; 2, 21; 1 Ts 2, 7; 2 Ts 2, 15; 1 Ti 3, 15; y 1 Jn 2, 19; 4, 6).
La verdadera Iglesia de Jesucristo
Me mortificó ver que, a pesar de que Dios proveyó el Espíritu Santo para
conducirnos a la verdad completa, al conocimiento pleno y a una relación de
donación de sí mismo (Jn 16, 12-15 [Rm 8, 14-17.23-27]), lo que se podía
verificar era una funesta realidad religiosa de división, de fragmentación y de
oposición entre los seguidores de Jesús. Cada vez que me fijaba en el
espectro religioso de nuestro entorno pentecostal para identificar una
respuesta o clave de solución, se me hacía más evidente una escandalosa
realidad de relativismo religioso por la división que acusaba a nuestro Señor
de mentiroso, pues él había urgido y anunciado lo contrario de su Iglesia (Jn
17, 20-26; Hch 2, 42-43; 1 Co 1, 10; Ef 4, 1-6; Etc.). La realidad que
tenía de frente me denunciaba a un montón de espíritus que aducían ser el
Espíritu Santo, pero que referían a muchas verdades diversas y contradictorias
entre sí. Tuve que reconocerlo: la división entre los cristianos no sólo
atentaba contra la disposición eclesial de Jesús, sino que también era la causa
principal de la incredulidad (Jn 17, 21.23).
Aquel mundo protestante y de sectas no podía ser la Iglesia que Cristo convocó
para su gloria, para remitir a su reino y señalar su verdad (¡en singular!).
Estaba seguro de que Jesús no se había equivocado; de que había una sola verdad
que conduce a un solo Señor, y de que para mayor gloria de Dios esta verdad
debe ser transmitida sin ambigüedades por una sola Iglesia (Ef 3, 21; 4,
3-6.14-15). La evidencia bíblica, el sentido común y la historia me
señalaban a la
Iglesia Católica como la Iglesia de Jesucristo, la original y la
única. De hecho, ningún protestante, por más anticatólico que fuese,
podía negar que la Iglesia
de Jesucristo que conocemos como Católica, se mantuvo constantemente diciendo y
estableciendo la verdad; sobre la
Trinidad (Nicea, 325), la personalidad divina de Cristo
(Efeso, 431), la divinidad del Espíritu Santo (Constantinopla, 381) y hasta
sobre el canon bíblico (Cartago, 493, y Roma, 497). En adición, todas
estas verdades echaban por tierra la hipótesis anticatólica de la corrupción de
la Iglesia
por Constantino y el Edicto de Milán de 313. ¡Se suponía que la Iglesia Católica
se hubiera corrompido en esa fecha!
Vez tras vez, evidencia tras evidencia, me indicaban una realidad que me obligó
a reconocer que era muy probable que la Iglesia Católica
fuera la Iglesia
de Jesucristo, y que era muy improbable que nuestras diversas iglesias (¡más de
30,000 en 1999!) fuesen esa única Iglesia del Señor, con todas las notas que
correspondían al pueblo de Dios en el nuevo testamento.
No quería hacerme católico
Durante este proceso de conversión resistí al catolicismo con todo lo que tenía
a mi alcance. Cuando la excelencia y la veracidad de su doctrina me alcanzaron
por fin, es decir, cuando mis reservas de índole bíblico, teológico, histórico
(en especial cuando caí en la cuenta de la existencia de una leyenda negra
rabiosamente anticatólica) y espiritual (cuando entendí que la piedad católica,
sobre todo la mariana, estaba cimentada en un sólido fundamento teológico que
se gesticula y expresa a través del comportamiento y del lenguaje del amor, tal
y como me conduzco cuando expreso con gestos y palabras controvertibles el amor
y la pasión que siento por mi esposa [«soy sólo tuyo y de nadie más; te adoro,
mi amor; eres la razón de mi vida», etc.]) se desvanecieron, opte entonces por
hacerme de la vista larga y seguir sin hacer caso a la voz de mi conciencia y
de mi razón: decidí continuar con mi ministerio, ocultando mis descubrimientos
y tratando de demostrar que creía lo que predicaba y enseñaba. Siento
mucho admitirlo, me da vergüenza, pero la verdad es que decidí actuar en
adelante como un hipócrita. “No quiero hacerme católico, no me conviene,
no me caen bien.”
Encuentro con la Eucaristía
Aceptando el reto lanzado por un fraile capuchino fui a ver una Hora
Santa. El religioso me enteró de una comunidad “muy eucarística”, que
tenían exposiciones del Santísimo programadas, y que se aprestaban esa misma
noche a celebrar una adoración eucarística. Y me remitió a la parroquia
Santa Bernardita, de Country Club, esa misma noche a las 7:30.
Quedé absorbido de inmediato por los detalles de ambientación y embellecimiento
del altar, la ornamentación majestuosa del presbítero, una custodia
hermosísima, incienso por el altar, luces de escenario, música sublime… y la
disposición y devoción de aquellos fieles no tenían precedentes en mi
memoria.
Hasta que caí en la cuenta de lo que hacían: ¡adoraban un trozo de pan!
Y para colmo el sacerdote le oraba con tanta seguridad y confianza, muy
solemne, pero con familiaridad, similar a mis oraciones, pero él oraba con más
convicción, como si de veras estuviera frente al Señor. Ese cura, y las
cerca de 200 personas que le acompañaban, estaban convencidos de que lo que
estaba colocado en la custodia los escuchaba, y de que era Jesucristo.
Se me ocurrió que si esas personas estaban equivocadas, y yo deseaba que lo
estuvieran, entonces lo que me habían enseñado de niño era cierto a fin de
cuentas: los católicos son idólatras. Durante algunos años me tuvieron a
la defensiva con los temas y circunstancias que narraba al principio, pero ya
no. Era imposible que estuvieran en lo correcto. Era increíble para
mí que pensaran que adoran a Jesús y que se lo puedan comer.
Pero… y si están en lo correcto. El capuchino era un joven muy
inteligente y creía sin ambigüedades en la antiquísima doctrina de su Iglesia
al respecto.
No obstante, por alguna razón, sentía que ahora sí los había atrapado.
Había analizado el punto de vista de la crítica protestante a la Iglesia Católica
en este asunto y no le encontraba posibilidad a esa idea de la presencia real y
verdadera del cuerpo y la sangre de Cristo en la misa, y mucho menos en los
altares para culto de adoración. No podían tener la razón, ahora no.
De momento el sacerdote se levanta en procesión y comienza a ser seguido por
sus acólitos. Tenía la custodia, la llevaba en solemne desfile. Las
luces le seguían y el humo del incienso le precedía. A medida que se
acercaba se escuchó el tintineo insistente de de unas campanitas. Y una
vez más la excelente música y la voz bellísima de una joven se juntaron para
cantarle a la presencia. Cuando tuve el Santísimo como a 10 pies de distancia se me
ocurrió una idea para romper de una vez por todas con el catolicismo: “Si logro
demostrar fuera de toda duda razonable, por la Biblia, que esta gente esta
adorando a un trozo de harina cosida, y no a Jesucristo, entonces serán en realidad
unos idólatras, unos alucinados que han estado confundidos o engañados por no
atenerse a la realidad de los sentidos y por desconocer las escrituras.
¡Esto no esta en la Biblia!”
Y retomé la Biblia
para contradecir y desenmascarar la falsedad de esa práctica idolátrica.
Mi temor se convirtió en un apabullante optimismo, pues estaba seguro de que
había descubierto la puerta para salir del atolladero en el cual me tuvo el
catolicismo por los pasados tres años. Tramé primero desbaratar la
legitimidad de esa práctica mediante el estudio bíblico, y luego, con el
entusiasmo de aquella indudable victoria sobre la idolatría católica, podría
volver a encarar los otros temas que me tenían a la defensiva frente al
catolicismo.
Esta coyuntura fue para mí la posibilidad de lograr al menos un empate: “Si los
protestantes estamos mal, ellos también, y si ambos estamos equivocados alguna
salida habrá, como el agnosticismo o incluso otra religión.” Así estaban
las cosas en mi corazón.
La Eucaristía según los evangélicos
Yo enseñaba teología sistemática en dos instituciones evangélicas y había
repasado bien la noción de la
Santa Cena en el ámbito de nuestras iglesias. Nuestra
celebración de la Santa
Cena respondía a una idea accesoria (=adjunta, accidental) de
una imagen secundaria (no esencial o determinante) del partimiento (o fracción)
del pan o de la eucaristía, según la cultura religiosa que fluía en nuestra
tradición de parte de los grupos wesleyanos y bautistas de los cuales salieron
nuestras denominaciones pentecostales. En consonancia con nuestra parca y
escueta doctrina sobre este tema enseñábamos que la Santa Cena (o
partimiento del pan o Eucaristía) era una remembranza de la cena pascual que
tuvo Jesús con sus discípulos, que tenía un valor simbólico que aludía al
sacrificio expiatorio de Cristo y cuya excelsitud estribaba más en el hecho de
ser ordenanza (“hagan esto en recuerdo mío”) que de todo lo demás que pudiera
constatarse en la Biblia,
los Padres de la Iglesia
y hasta en las iglesias de la
Reforma protestante: «Celebramos de vez en cuando la Santa Cena porque Él lo
mando como un acto simbólico (complementario [no necesario] a la predicación)
de la muerte del Señor y porque ?y he aquí la gran aportación del
pentecostalismo? era posible recibir un milagro de sanidad en ese
momento.
La Eucaristía según San Pablo
Este profesor creía que el único texto eucarístico importante era 1 Co 11,
23-34, pero sobre todo los versículos 23 al 26; los demás (en especial del 27
al 34) eran consideraros como una explicación de las consecuencias de referirse
al símbolo de la Cena
sin gozar de la plenitud de la gracia divina. Para la celebración
utilizábamos los versículos 23-26, y eran por lo tanto los que conocían
nuestros fieles. Confieso que comencé a preocuparme cuando me percaté de
la ineptitud de mi tradición, de los teólogos evangélicos y de mis primeros
profesores pentecostales, al no tomar en consideración textos importantes con
un inequívoco sabor eucarístico. Para comenzar, ni siquiera contábamos
con una reflexión coherente de nuestros maestros y líderes con relación a las
terribles consecuencias de enfermedad y muerte de 1 Co 11, 27-24 por causa del
mal entendimiento de un símbolo, de algo que según nosotros era
prescindible de la sustancia y la definición pentecostal del culto
cristiano. Y otro tanto de desesperación me invadió cuando di al traste
con la poca consideración que dábamos a los relatos de la institución de la Eucaristía (Mt 26,
26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20) ni de su sugestivo contexto pascual, ni de
su trasfondo sacerdotal (Gn 14, 17-20) y soteriológico (Ex 12), y mucho menos
nos habíamos enterado del consenso que siempre ha existido en la opinión de que
Jn 6, 25-59 y Lc 24, 13-35 son textos eminentes que destacan un valor
trascendental a la
Eucaristía, o la
Cena del Señor, o como hayamos querido llamarle.
Pero, en cuanto a nuestro pasaje preferido de 1 Co, lo increíble es que tampoco
subrayáramos su contexto literario, imposibilitando de esta manera el
descubrimiento de otros aspectos, riquezas y beneficios de la Eucaristía. Y
este contexto literario que añade significado al mencionado texto es 1 Co
10. Este capítulo 10 sirve a la intención de Pablo de exigirle a sus
lectores que frente a la mesa eucarística ellos tienen que decidirse (10,
20-21): la mesa del Señor o la mesa de los demonios. Con esto quiere
matizar que frente a este acontecimiento cumbre del culto cristiano, todos
tienen que tomar una decisión definitiva y radical. Luego, al combinarlo
con el capítulo 11, pude comprender el valor de la Cena según San Pablo, al
señalarla como signo de contradicción (en el capítulo 10): motivo excelente de
conversión y razón de ser de una vida íntegra delante del Señor y de los
hermanos, y esto, porque en este acontecimiento del partimiento del pan y de la
“copa de bendición” tenemos comunión (común?unión) con el cuerpo y la sangre
del Señor (10, 16).
Entonces pude ir sobre el capítulo 11, en especial por los versículos
enigmáticos del 27 al 31. Tomemos el 29: dice que en esta Cena (que para
mi era un recuerdo por referencia simbólica) se es juzgado por Dios si no se
discierne el cuerpo y la sangre del Señor. Este no es el lugar para
discurrir sobre disquisiciones exegéticas del texto en cuestión, pero la realidad
es que “discernir” (diakríno) se refiere aquí a “darse cuenta” (determinar;
decidirse por la realidad de lo que está de fondo; distinguir la verdad de lo
que está frente a uno) de la presencia que subyace frente a uno en la mesa del
Señor. En la antigüedad el cernidor (del verbo “cernir”) era un
instrumento para separar (o para dis-cernir) el trigo de los demás componentes
de la planta y de la tierra, pero también de otras plantas que podían
confundirse como verdadero trigo. El discernir con el cernidor era la
acción de darse cuenta, de identificar, de establecer un juicio certero de que
lo que quedó después del ejercicio discernidor fue el trigo de verdad, lo que
en realidad se buscaba, lo que importaba y daba sentido a la búsqueda. En
otras palabras, el que no se da cuenta del verdadero cuerpo (mé
diakrínon tó sóma [v. 28]) del Señor, el que no descubre esa realidad
maravillosa que es Cristo mismo, se está metiendo en un grave problema que
puede costarle la salud o la muerte (11, 30) ?Ahora sí tenía sentido eso de las
consecuencias nefastas de enfermedad y muerte para los profanadores, es decir,
para aquellos que menospreciaban, que no distinguían, que no se decidían, que
no se daban cuenta del auténtico cuerpo de Cristo. El Dios del nuevo testamento
no iba a matar a alguien simplemente por haber mal interpretado un mero
símbolo?.
La Eucaristía según San Juan
Lo próximo fue el capítulo 6 de San Juan, versículos 22-71. ¡Increíble!:
más de 40 versículos que versan sobre la Cena del Señor. Un pasaje bíblico
impresionante que el catolicismo utiliza para sustentar su fe inamovible en la
presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
Las referencias anti-presencia real a las que había recurrido
veían un sentido “oscuro” este capítulo, o sea, no evidente o claro, sino que
la plática de Jesús a sus interlocutores incrédulos debía entenderse siempre en
sentido figurado. Una vez más se recurría al símbolo, a la Eucaristía como una
representación, sólo como una referencia pedagógica tipo metáfora y cuya
observancia de nuestra parte (no muy frecuente, por cierto) mostraba el grado
de cumplimiento de un deseo del Señor: “hagan esto”.
Pero ahora, yendo sobre el pasaje en cuestión y mientras me refería a la otra
cara de la moneda, es decir, cuando decidí ir sobre las palabras,
escudriñándolas y tomando en serio la repercusión de la intransigencia del
Señor y del empecinamiento de San Juan evangelista, pude descubrir el
verdadero sentido de Jn 6, 22-71.
Lo primero que me señaló una interpretación literal de Jn 6 fue el sentido
natural y recurrente de las palabras del Señor a través de todo el capítulo, de
manera insistente y sin importar la resistencia de los incrédulos, ni las
consecuencias para el éxito numérico de su ministerio o la reacción de sus
simpatizantes (cf, 6, 2-3. 14. 22-23. 60.): “yo soy el pan vivo bajado del
cielo”, “quien come de este pan vivirá para siempre”, “y el pan que voy a dar
es mi carne, la cual entregaré por la vida del mundo”, “mi carne es verdadera
comida… mi sangre es verdadera bebida”, “el que come mi carne y bebe mi sangre,
permanece en mí y yo en él”, “el que me coma vivirá por mí”, “si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en
vosotros”, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”,
etcétera. Esta obstinación, reiterada y con tanta fuerza, no sólo desde
el punto de vista de la interacción de los personajes en cuestión, sino también
desde la óptica del lenguaje tenaz, gráfico, directo y sin ambigüedad de ningún
tipo, se hace patente aquí en Jn 6; no hay precedente que pueda sugerir que una
narrativa y diálogo como estos aludan a un entendimiento exclusivamente
simbólico.
Junto a este sentido natural y demandante que anuncia la significación literal
del pasaje en cuestión, y que por lo tanto lo señala como evidencia de la
presencia real de Cristo en la Santa Comunión, tenemos el hecho de que Jesús no
corrige la interpretación literal de sus oyentes. Esto es importantísimo porque
es harto conocido y aceptado que una característica de este evangelio es que
cuando, o cada vez que el Señor es mal interpretado o mal entendido, Él siempre
corrige. Siempre: 3, 5; 4,34; 7, 38-39; 21, 21-23 (y hasta en Mt 16, 6ss). Pero
aquí, de manera atípica, y por lo tanto desconcertante para mí, El Jefe no
corrigió, no se echó para atrás, no lo echó a votación ni les dijo que cada
cual podía tener su propia idea o interpretación porque, total, somos hijos de
un mismo Padre y le servimos a un mismo Dios. Algunos dirían: “¡qué falta de
perspectiva democrática, y de pluralidad, y de diálogo, y de tolerancia!...
¡pero qué nivel de intransigencia, y de integrismo, y de arrogancia!... ¡no
está a la altura de los tiempos, carece de enfoque histórico crítico, no es
capaz de un discurso estructuralista consecuente con la mentalidad de los que
no piensan como él! ¡Es un fundamentalista!” El Señor es un buen maestro y
quiere que todos lleguen al conocimiento de la verdad, y por lo mismo, ahora,
cuando tiene una multitud cautiva de 10 mil personas que lo seguían, se vuelve
a ellos para decirles lo que él cree, lo que quiere, la verdad, de frente,
duro, sin tapujos ni relativismos acomodaticios: tenían que comérselo y
bebérselo.
Lo tercero que me señaló una interpretación literal de Jn 6 fue que no
encontré en toda la Biblia
algún precedente que exprese a pan y vino como símbolos de cuerpo y
sangre. En efecto, lo pude corroborar: no existe ninguna referencia
bíblica que proponga una comparación espacial semejante, no hay ni siquiera una
sola identificación simbólica de pan y vino como cuerpo (“carne”) y sangre…
ninguna, nada de nada. Lo próximo fue el versículo 51b, que según la
versión evangélica de mi Biblia Reina-Valera de 1995, decía: “y el pan que yo
daré es mi carne, la cual entregaré por la vida del mundo”. Volví a
leerlo. Lo meditaba y estudiaba, y pude así encontrar su repercusión
literal ?o “literalista”, como señalábamos despectivamente a la versión
católica?, a tono con todo lo que ya había desenvuelto.
Sabemos que Juan tenía una lucha acérrima en contra del gnosticismo, una
herejía que circundaba la comunidad para la cual escribía y que enseñaba, entre
otras cosas peligrosas para la supervivencia de la fe cristiana, que Cristo
había venido en apariencia, en espíritu, porque la carne era mala (la prisión
del espíritu y del alma y la coartadora de la verdadera y más conveniente
divinización, que era la meta de los aventajados por una condición inherente a
su superioridad espiritual). Pensaban que el Verbo de Dios no pudo
haberse manchado mediante el contacto con el principio de corruptibilidad, con
la materia, con carne, en un cuerpo humano convencional, limitante, no
divino. Por lo tanto, Cristo, como Verbo encarnado, no murió en la
cruz. “Lo perfecto es eterno, espiritual, no corpóreo, no físico, no
puede morir: Cristo no murió” ?El apócrifo gnóstico de Tomás dice que el Señor
les hizo pensar que murió, y que comía y dormía, pero él más bien los
engañaba?. No es difícil para ninguno de nosotros suponer el riesgo que
esta corriente representaba si se infiltraba y repercutía en el cristianismo,
sobre todo si entendemos a este último como la expresión de la verdad de Dios
que deviene a partir de la versión judía de la revelación, y que logra su
cumbre y sentido total en las personas y la palabra de Jesucristo, sus
apóstoles y la Iglesia
(el nuevo Israel). Es decir, que este “detalle” de la peligrosidad
gnóstica es entendible para nosotros, los que aceptamos la naturaleza
judeo-cristiana de la verdad que nos condiciona y define (revelación, alianza
(pacto, testamento); encarnación (a propósito, ver alusión a la encarnación del
verbo de 1, 14, en 6, 41-42, y cómo los judíos que resienten el lenguaje
literal de Jesús son propuestos como no elegidos [v. 43]), vida, pasión, muerte
y resurrección corporal de una persona 100 por ciento Dios y 100 por ciento
humano), que todos tenemos acceso a los beneficios de Dios, en y por Cristo, y
no solamente unos cuantos privilegiados y sabiondos de una cierta provisión
misteriosa , como aducían los gnósticos. Pues bien, la repercusión de Jn
6, 51b es que la carne que se nos dará para comer es la misma que padeció en el
Gólgota. Y esto, teniendo presente la disyuntiva del evangelista con la
herejía gnóstica. Juan estaba muy consciente de que la carne que daría
Jesús para comer no podía ser mal entendida como algo etéreo e incorpóreo, y
por lo tanto tan indeterminado como un fantasma. Juan, en línea con la
predicación apostólica, pregonaba la vida humana, pasión, muerte y resurrección
de un hombre de carne y hueso llamado Jesús de Nazaret. Ése mismo es el
que se da como pan, se da a sí mismo, tal real y literal como lo tenía fijado
el evangelista en su mente.
Lo siguiente que me señaló una interpretación literal de Jn 6, fue la
imposibilidad de encontrar en la
Biblia un precedente simbólico de comer la carne y beber la
sangre que fuera coherente con el relato de Jn 6, 22-71, y que pudiera
fundamentar una salida alegórica a este problema ?Ya lo consideraba un gran
problema y estaba muy asustado. «La verdad católica de nuevo»?.
Resultó que siempre que la
Biblia habla simbólicamente de comerse la carne o beberse la
sangre de alguien (cf. Is 49, 26; M 3, 3), implica perseguir sangrientamente o
destruir a una persona o a un pueblo”. Si era consistente con este antecedente
simbólico y lo aplicaba al pasaje de Jn, tendríamos al Señor diciendo que
aquellos que lo persigan, castiguen, le falten el respeto, lo injurien y lo
destruyan, serán recompensados con la vida eterna (viz., 6, 50. 54.), tendrán
vida en ellos (v. 53), vivirán por el Señor (v. 57) y vivirán para siempre (v.
51. 58.). Sólo un loco podría aceptar una aplicación tan
disparatada. Entonces, una identificación simbólica de las afirmaciones
comer y beber carne y sangre, tal y como aparecen en Jn 6, es imposible.
Otro hallazgo que me señaló una interpretación literal de Jn 6, fue el cambio
de verbo ocurrido en el versículo 54. Hasta el v. 53 el Señor habla de
comérselo, y para ello Juan utiliza el verbo fagéin (afagon, fáge, fagete), que
es la palabra más común para designar el acto de comer, como consumir o
ingerir alimentos. Ustedes saben que el nuevo testamento se
escribió en griego koiné, y que se trata de una lengua muerta que no guarda
correspondencia exacta con los idiomas que han bebido de él, como el español,
por ejemplo. Pues lo que pasa aquí es que no hay un conseguimiento
preciso de este cambio de conceptos, y por eso no aparece dicho cambio en
nuestras versiones modernas.
Sin embargo, se da un cambio significativo. Verán. Fue en el instante
más neurálgico de la discusión, cuando lo judíos lo impugnaban ?¡por última vez
en el capítulo!? preguntándose “¿cómo puede éste darnos a comer su carne?, que
El Jefe cambia la palabra comer, de fagéin y sus derivados, a trógon (ho trógon
mou tén sarka), lo cual implica una matización mucho más radical aún que señala
indudablemente un sentido literal franco e indefectible. No me quedó más
remedio que reconocer la verdad que tenía de frente: Ahora, en este preciso
momento de incredulidad y de minusvalía de parte de los judíos hacia Jesús,
este se atreve a cambiar, de comer o ingerir su carne, a morder, mordisquear,
mascar, mascullar, roer; denota un proceso lento de carcomer, supone un énfasis
perentorio en el acto de comer, como si se estuviera avanzando conscientemente
en la ingestión inflexible de un alimento. Busqué si se repetía el
término en este evangelio y lo encontré en 13, 18, una vez más, en contexto
eucarístico, mientras se efectuaba la última cena de Jesús con sus discípulos.
Supe que me estaba metiendo en un problema. La Eucaristía como símbolo
no tenía fundamento en Jn 6. Y se me hizo patente cuando me aferré a cierta
idea de los partidarios de la interpretación simbólica de Jn 6. Me sentí
tan ridículo cuando descubrí la idiotez de esa posibilidad simbólica de cierto
versículo del capítulo 6 de San Juan.
¿Y cuál era el argumento que presentaba a la Eucaristía como símbolo
en jn 6? Pues el versículo 63: “El espíritu es el que da vida; la carne
no sirve de nada”.
Desconcertante, ¿ah? ¿Con que el Señor a estado diciendo que su carne y su
sangre son para vida eterna y comunión con el Padre y con él, y ahora se
contradice para significar que su “carne no sirve de nada”? Es insólito
hasta dónde son capaces de llegar algunos para defender lo indefendible, porque
cuando empecé a auscultar la opinión de algunos colegas ministros me respondían
con el argumento de Zwinglio, ese de que Jesús se contradecía para decir que la
carne que padecerá por nosotros y por la cual seremos alimentados para vida
eterna, no vale nada, es nada, como basura, igualito que los gnósticos.
Entonces aquella herejía era la verdad, si es que son consecuentes en su
interpretación y continúan con la misma apreciación de la frase “El espíritu es
el que da vida”. Esto sería incluso un intento atroz de preferir una
noción heterodoxa y por lo tanto dañina, con tal de menguar un principio de
literalidad como sentido correcto de un texto bíblico por el simple hecho de
que no me conviene, o porque se supone que los católicos siempre estén mal.
Ya me había metido bastante con el evangelio de Juan y sabía a qué se refería
el Señor en el versículo 63.
Las palabras en cuestión se refieren a uno de dos sentidos por los cuales Juan
usa sarx (carne): como sinónimo de mentalidad o actitud carnal, como una mente
dominada por las cosas materiales, que juzga según los sentidos (cf., 8,
15) ?esos sentidos que esbozábamos como lo concluyente en materia de la
presencia real y la
Eucaristía?, que se aferra a lo natural y por lo tanto no
descubre la verdad espiritual que determina los asuntos divinos. Por eso,
lo que se devela aquí es más bien otra prueba de la noción literal de presencia
real, y así lo remacha sin duda el final del versículo 63: “Las palabras
que os he dicho son espíritu y son vida.” O sea, las palabras del Señor
con relación al pan de vida expresan una realidad divina que sólo el Espíritu
es capaz de hacernos comprender y que por lo mismo es brote de vida eterna para
los creyentes (cf., Jn 1, 33; 14, 26).
Tuve que reconocer que este acontecimiento que ha celebrado la Iglesia Católica
por 2,000 años, con tanta fe y a un costo tan alto, supone una poderosa
presencia especial de Dios. Una presencia que tiene que producir una
excelente oportunidad de conversión. Esta oportunidad que provee Dios en la Eucaristía se
constituyó para mí en una fuente reconciliación y de liberación
también.
Y de esta manera tuve que actuar de acuerdo a mi conciencia, convencido y
poseído de esta gran verdad de la
Iglesia del Señor: una, santa, católica y apostólica.
No me quedó más remedio. Tuve que renunciar a mi ministerio. Sufrí
mucho.
Otras cuestiones
Otros temas con los cuales tuve que lidiar fueron: la excelencia de la Virgen María y la
importancia de su rol en la historia de la salvación, el culto a Santa
María y a los santos, el primado de san Pedro y la institución del papado, el
bautismo de infantes y el sacramento de la Confesión.
Siempre, sin excepción, encontré una respuesta contundente a favor de la Iglesia Católica
Romana.
Aunque tengo que reconocer que no siempre descubrí la Verdad católica por
iniciativa mía, sino sin quererlo; de hecho, por mucho tiempo me resistí, pues
no quería hacerme católico.
Hasta que me encontré retando al Señor sometiéndome, por ejemplo, al sacramento
de la Reconciliación
(Confesión), y predicando en mi iglesia pentecostal, y en otras que me
invitaban como evangelista, sobre la Virgen María, y negándome a rebautizar al modo
protestante, y enseñando la versión católica de la teología a nuestros
seminaristas evangélicos, y un largo etcétera.
Un alto Costo
Sobre los inconvenientes y las crisis vocacionales, familiares y económicas
sólo las platico con las comunidades que nos invitan. Pero no debe ser
difícil para nadie imaginar lo mucho que tuvimos que sufrir.
Y aquí me encuentro ahora, en la
Iglesia de Jesucristo. Yo hubiera preferido otro
método, pero el Señor lo dispuso así. Hay cosas que nunca comprenderé del
todo. ¿Por qué señaló a Pedro como el primero? Juan era mejor. ¿Por
qué escogió a Judas Iscariote como tesorero? De seguro Mateo le hubiese
resultado mejor, pues había sido CPA del Imperio (publicano). ¿Por qué no
hizo que la Biblia
fuese suficiente? ¿Por qué no se limitó a poner sólo gente santa,
perfecta, casta y pura en Iglesia Católica para hacerme el trago menos
amargo? ¿Por qué permitió que yo sufriera la afrenta y el escarnio
público por hacerme católico, si pudo haberme hecho nacer en esta Iglesia y
ahorrarme problemas? Total, lo que él quería conmigo lo pudo haber
realizado comoquiera.
Sólo se me ocurre una explicación para todo esto: ¡ÉL ES EL SEÑOR!
Fuente:
Alianza Formativa